Era 1861, cuando la Reforma eliminó las instituciones religiosas, entonces desaparecieron los muros del Convento de Santo Domingo, el más importante en el corazón de la Ciudad de México. Su derrumbe inició el trazo de una calle, la más nueva de la ciudad en aquella época: Leandro Valle.

Sobre esa calle quedó un recuerdo de la orden de los dominicos, la Iglesia de Santo Domingo, del siglo XVIII, hecha de tezontle y cantera rosa.

La fachada principal luce una sola portada y una esbelta torre con dos campanarios. En la portada, de tres cuerpos, se miran las esculturas de San Agustín y San Francisco de Asís; un tablero de piedra con un relieve de Santo Domingo recibiendo, en presencia del Espíritu Santo, el báculo de peregrino de manos de San Pedro y las epístolas de San Pablo; y un tablero con el motivo de la Asunción de María.

Por dentro, espera el enorme retablo mayor, de estilo neoclásico, hecho por Manuel Tolsá. El Cristo del altar mayor es la imagen más antigua de la iglesia, data del siglo XVI, está elaborada con pasta de caña de maíz y es conocido popularmente como El Cristo del Noviciado. Una leyenda dice que fue donada por un par de ángeles.

No hay que perder de vista el coro en forma de herradura, con tribunas que se extienden hacia la nave; su sillería es del siglo XVIII. También hay que prestar atención a la obra de Cristóbal de Villalpando, La lactación de Santo Domingo, en la sacristía.

En el templo se venera al Señor del Rebozo; una rara advocación a la que los fieles le ofrendan un rebozo cuando se ha cumplido su petición.